Palabras pronunciadas por
Estanislao Zuleta (Medellín, 3 de febrero de 1935 — Cali, 17 de febrero
de 1990,
filósofo,
escritor
y pedagogo
colombiano
y célebre especialmente en el campo de la universidad
a la cual dedicó toda su vida profesional, cuando en 1980 recibió el título de Doctor
Honoris Causa en Psicología de la Universidad del Valle).
Éstas son sus palabras, para una mayor y mejor comprensión
del valor del esfuerzo y dedicado a los estudiantes del grado 11° de la IERV,
esperando les sea de mucha utilidad.
"La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una
manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces
comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida
sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto,
también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una
eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos
afortunadamente inexistentes.
Todas estas
fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo
de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo en los
proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras
eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de
las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.
Puede decirse que
nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos
capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos
proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros
deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.
En lugar de desear
una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra
capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y
sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno
al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario
trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un
mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente
recibida.
En lugar de desear
una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una
doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca
han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo
Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado
es que anhelamos regresar a él.
Desconfiemos de las
mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en
la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y
suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas,
las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia -por la
desgracia- de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida
personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y
el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que
procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad
al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en
un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan
inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no
son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien
máscaras de malignos propósitos.
En lugar de
discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro -y el
otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo-, o se procede a un juicio de
intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que
ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no
está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está
conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que
consiste en la exigencia de una entrega total a la "causa" absoluta y
concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos, por
una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y
sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas
del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico;
que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran
capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen
filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra
el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma
un discurso particular -todos lo son- como la designación misma de la realidad
y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo
terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa
de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible,
consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí
mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por la participación,
separan un interior bueno -el grupo- y un exterior amenazador. Así como se
ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un
amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande
simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí
facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones
colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y
sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a
la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por
encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se
refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de
combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma
inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que
las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su
origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto.
No se quiere saber
nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas
universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un
resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras
esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde
el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar
a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a
la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia
pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una
fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente
en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica,
válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde
la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque
entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho
mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad,
sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y
toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor:
voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción
apocalíptica de la historia las normas y las leyes de cualquier tipo, son
vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de
realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y
se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre
cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a
valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado, estimado sólo
negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola
de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica
a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase,
era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social
racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización
sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral
por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida
cualitativamente superior.
Lo más difícil, lo
más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es
conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la
interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un
hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el
pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos
cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran
signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus
consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello
que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos
obliga a desplegar nuestras posibilidades.
Hay que observar
con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida
personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no
reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un método explicativo completamente
diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los
errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él.
En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha
pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos
el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por
las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. El es así; yo me
vi obligado. El cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este
resultado. El discurso del otro no es más que de su neurosis, de sus intereses
egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción
lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los
propósitos y la adversaria por los resultados.
Y cuando de este
modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una
doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros
mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos
viviendo.
La difícil tarea de
aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta
no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas
y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en
conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la
superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no
necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría
defenderse cualquier cosa.
En el carnaval de
miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y
urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador,
difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de
la humanidad.
Dostoievski nos
enseñó a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación
interhumana: van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede
lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro
llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos,
el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del
cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de
un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las
cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la
angustia de la razón.
Pero en medio del
pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el
psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio
del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben
que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con
televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación
de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección
desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha
fabricado.
Este enfoque nuevo
nos permite decir como Fausto:
"También esta
noche, tierra, permaneciste firme. Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. Y
alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima
existencia"
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